jueves, 24 de julio de 2014

La Curva de la Niña



Este cuento que presento ahora fue ganador del Concurso Internacional de Cuentos 2011 de Editorial Mis Escritos y da título al libro que se publicó como premio por el mismo. 



Tres horas ya manejando por esta ruta; tal vez no parezca mucho pero, algo de cansancio extra traigo. Dormí poco, salí temprano, muy temprano.
Quiero llegar, de ser posible, a las ocho de la mañana y son entre seis y siete horas de viaje. Es la primera vez que hago este trayecto,  voy recordando lo que cuentan algunos de los que lo hicieron antes y sus consejos por la Curva de la Niña. Te dicen: No pases de madrugada; si lo hacés, andá bien descansado; mejor pasá con el sol bien puesto. No tengo tiempo ni ganas para creer en cuentos de trasnoche, ni que éstos me cambien los planes.
Aunque Martín es un tipo bastante centrado y  lo cuenta también. En realidad, nunca entendí si le pasó a él o a alguien más. Siempre el cuento aparece en alguna velada larga y casi al final, cuando yo estoy más soñoliento, repantigado en algún sillón y sólo escucho partes de la historia; de una curva;… la niña;… un auto que da vueltas y vueltas por un pastizal.
            Tito muchas veces le agrega algún detalle; como que hay niebla; una parada de colectivo; la curva es amplia o la niña va de uniforme escolar. Claro, él alegra las reuniones, hace las bromas. Quién le puede creer. Somos varios los que no lo hacemos porque además siempre agrega situaciones jocosas y uno termina riéndose. Dice, por ejemplo, que  salió despedido del auto y terminó cayendo de culo en un crataegus de ésos que suele haber en los costados de los caminos,  luego de lo cual no pudo sentarse en tres meses. Si en la reunión llega a haber alguien que vino por primera vez, se mueve en su silla y pega un respingo al grito de:
-¡Ay! ¡Todavía tengo espinas!
Ya conocemos el chiste pero, siempre es graciosa la reacción del novato.
El Chala tiene su versión; ya murieron varios, son menos los que se salvaron; lo peor, son las lechuzas, que parece que presagian algo y desde un kilómetro o más antes del lugar se ven, paradas en los postes del alambrado o en algunas ramas secas. Algunas levantan vuelo del medio de la calzada casi cuando estás llegando y apenas esquivan el parabrisas, asustando al conductor. Pero también, ¿cómo creerle?, por algo le decimos Chala.
            Me están doliendo las piernas, faltan sólo un par de horas para llegar, un café no me vendría mal; además  hay una leve niebla que, creo, se puede acentuar. Veo a mi izquierda un par de lechuzas en sendos postes y a mi derecha, una salida de tierra y un cartel anunciando un pueblo a un kilómetro. Decido entrar y buscar  alguna estación de servicio o algún bar. Al doblar, la niebla se espesa aún más, veo muy poco, pero, como es cerca, sigo. A los costados sólo titila alguna que otra luz perdida que, supongo, son las casas del pueblo. Encuentro lo que buscaba y entro en el pequeño bar que está pegado a los surtidores. Cuando ingreso, el único parroquiano y el dueño me miran con recelo, saludo y responden algo cortos. Preguntan de dónde vengo y al contestar comentan a dúo:
-¡Ah, con razón!       
-¿Por qué con razón? -pregunto sin entender.
-Vino desde el otro lado, no llegó a la curva, no vio a Albina.
-¿Quién es Albina? Insisto intrigado.
-El fantasma de la curva -dicen, como si fuera lo más natural del mundo.
Vuelvo a recordar las cosas que contaban mis compañeros e indago nuevamente:
-¿Cuál es la historia de Albina?
Esto es lo que me relatan.
Albina era la hija de un hombre que vivía sólo con ella. No le permitía juntarse con la gente del pueblo y todas las mañanas la acompañaba hasta la parada del colectivo y la llevaba al colegio a un pueblo cercano. Nunca se los veía con nadie y la niña tenía una expresión ausente y solitaria. El padre era muy estricto con ella. Una tarde, al regresar del colegio, encontró un cachorrito, un perrito que la siguió y del cual se encariñó inmediatamente; le rogó al padre para quedarse con él pero éste le dijo que no. La niña lloró toda la tarde. A la mañana siguiente, al salir nuevamente al colegio, el cachorrito apareció otra vez y el hombre, al verlo, lo corrió a pedradas ya casi llegando a la ruta. Albina corrió detrás del animalito asustado justo en el momento en que pasaba un auto con tres hombres en su interior.
Fue un desastre, no se salvó ninguno, la niña atropellada y los ocupantes del vehículo muertos por los sucesivos vuelcos que dio el mismo al intentar esquivarla. El hombre, después del funeral, se fue del pueblo y nadie supo más de él, aunque, se corría el rumor de que se había suicidado, acosado por la culpa.
            Desde aquel entonces, hace de esto ya más de quince años, los autos que pasan por esa curva, en ese horario, ven a la niña cruzar corriendo y terminan volcados o chocados contra algún poste. El fenómeno es más notable aún en el mes de junio cuando se cumple el aniversario. Les pregunto entonces por qué no se hace nada para prevenir a los viajeros.
            -Es que nadie cree en fantasmas -contestan
Pago mi café y vuelvo a la ruta por otro camino que ellos me indican, una salida que esquiva toda la curva y sale unos cincuenta metros más adelante de la famosa parada de colectivos. Es casi el amanecer, por lo que el supuesto peligro ya pasa. No hay nada de tránsito, para mis adentros pienso: “¡Qué suerte! Hoy nadie saldrá lastimado”. Al entrar en la ruta, miro por el retrovisor y juro que, sentada en la parada hay una niña con uniforme escolar, esperando, sola.
            Continúo el viaje y llego a mi destino, todavía algo nervioso pensando en lo sucedido y de lo que me he salvado. Necesito hablar, contar lo que viví. Al visitar a mi primer cliente, le comento las incidencias del viaje, sin omitir detalle.
Yo aún tengo el sabor del café en mi boca.
Él me escucha muy respetuosamente y luego dice algo que me deja helado. Él dice…él…él me dice:
-¿Sabe una cosa, don? En la “Curva de la Niña” no existe ningún pueblo.

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