jueves, 28 de agosto de 2014

El biznieto

Este cuento había preparado para mandarlo a la convocatoria de Teatro por la identidad, lamentablemente el día que había que presentarlo yo estaba en Córdoba con mi madre operada y se me pasó la fecha. No sé si hubiera sido seleccionado, pero ahora lo pongo a consideración de quién quiera leerlo.



Soy Pablo, tengo 19 años y un hijo de dos. Mi viejo echaba putas cuando le dije lo del embarazo de Silvia. Pero yo estaba decidido, claro, él dice que no tenía que hacer lo mismo que él. De cualquier manera ahora está contento con el nieto y viene a verlo cada vez que puede. Con los que estoy muy bien, también,  es con la familia de ella, desde el primer momento me aceptaron como a un hijo. Lo único que no me gusta es que hablan demasiado de política, de los derechos humanos y toda esa bola que en mi casa no se nombraba porque mis abuelos no querían saber nada de eso. Se ponían furiosos. Por suerte ahora vivo lejos de ellos, la verdad, nunca me los banqué demasiado, no sé cómo hacía mi viejo. Bueno, ¡bah! la verdad que siempre se llevó para la mierda con ellos. Yo me hago el boludo y no voy a verlos, que se yo, cuestión de piel dicen, no sé. ¿Por qué cuento esto? Hoy me pasó algo muy raro. Estábamos paseando en  el shopping que está cerca de casa y de pronto el nene salió corriendo y se prendió a las piernas de un hombre, pensé que era un error, uno de esos comunes en los pibes tan chicos. Van caminando y de pronto se prenden a las piernas de cualquiera equivocados y cuando se dan cuenta sueltan enseguida y lloran pero no… lo miró y no lo soltaba. Yo, divertido, no entendía porque no lo hacía, observaba desde una distancia prudencial, esperando su reacción. Rodry  reía, lo miraba y reía, es mi hijo, no puedo creerlo, habitualmente no se da con nadie, es algo parco. Después  se acercó mi señora para buscarlo, el tipo se dio vuelta y le sonrió, vi a mi señora palidecer, entonces observe el rostro del hombre. Era igual a mi viejo,  era exactamente igual, tal vez dos, tres años mayor. Quedé paralizado, obnubilado. Mi señora tomó al nene, pidió disculpas y se alejó agitada. No pude acercarme  y él se perdió entre la gente algo perplejo por la reacción tanto del pibe como de mi señora. Cuando quise darme cuenta, todo había pasado. Decidí cortar el paseo, regresar a casa. Silvia me martillaba con sus comentarios, “le dijo abu” decía, me preguntaba si lo vi, si me di cuenta del parecido. Me enojé, no hablamos más. Yo no conozco al tipo ése, jamás lo vi. ¿Qué importa que sea igual a mi viejo? A veces tenemos socías. Silvia insiste, “hasta la sonrisa era igual” me dijo. No sé qué pretende que haga, en la cena, con mis suegros comentamos el asunto y ellos con su latiguillo de los nietos robados. Mi viejo nunca me dijo de ninguna duda ¿Por qué la voy a tener yo? Sin embargo… ¿Podré ir a Abuelas como biznieto?

martes, 19 de agosto de 2014

Vidriera

Este cuento está publicado en el libro La Curva de la Niña con el título "Plumas". Esta es una nueva versión del mismo, espero les gusten ambas versiones.






Todos los días pasaba y los miraba. Parecía  que la llamaban, eran unos aros largos, importantes, de gancho, con un atrapasueños como cuerpo principal del tamaño de una moneda de las grandes, varias filigranas haciendo juego de colores y remataba una hermosa pluma en un color violeta suave.
Entró al negocio, los compró y se acercó a uno de los espejos del lugar para colocárselos inmediatamente. Lanzó un quejido cuando sin querer erró el lugar por donde debía pasar el gancho. Al terminar con el segundo y levantar la vista se encontró en medio de una selva, con árboles de todo tipo, hiedras, enredaderas y un sonido, un silbido que crecía y se multiplicaba. En una de las ramas del árbol más cercano se posó un pájaro. Desconocido para ella, más grande que un Tucán y muy colorido. Rojo el pecho, verdes las alas, amarillo el lomo, azul la cola y, en el centro de la misma, relucía una pluma, sólo una… violeta. Instintivamente tocó su oreja, allí estaban los aros.
Se dio vuelta, esperando encontrar la salida del local sin entender demasiado lo que sucedía, lejos de eso, cada vez se iban acercando y se juntaban más de esos pájaros. Uno de ellos se lanzó sobre ella y fue como una orden, todos y cada uno hicieron lo mismo. Nunca supo por qué, nunca volvió.
Los aros, por ahora, siguen en la vidriera.
Todos los días pasaba y los miraba.

viernes, 8 de agosto de 2014

El mejor recuerdo

Tengo 57 años y cuando pienso en ella me veo niño, siempre niño. Así como siempre la vi como abuela. En estos tiempos de reencuentros de nietos con abuela me gustaría que todos los nietos tuvieran estos recuerdos.
La foto corresponde al cumpleaños 70 de ella y estamos en el patio de la casa con mis algunos de mis primos rodeándola.


La casa quedaba allá, justo cuando la loma comienza a pegar la vuelta, donde el viento sopla todo el día entrando por los resquicios de las ventanas y produciendo un ruido tan agudo que a veces se torna insoportable. En la cocina ella camina lento, gira y revuelve la olla que sobre la económica hierve, de pronto al abrir para agregar leña, una brasa salta y cae al piso y ella  sin dar tiempo a nada se agacha, toma entre sus dedos la brasa y con un movimiento veloz la regresa a su cuna dorada sin siquiera haberse coloreado sus dedos con el calor. Ella es TOMASA, mi abuela, cuando la conocí yo le llegaba al codo, partiendo desde su mano, pero yo no me acuerdo, lo que sí recuerdo es que siempre fue viejita, canosa, con mucho pelo, al que le hacía un rodete y lo sostenía maravillosamente sin que yo supiera como. Usaba “batones”, esos vestidos hasta la rodilla generalmente de colores oscuros. Tenía el rostro de abuela clásico, dulce, suave, siempre atenta a todo y con la respuesta rápida, precisa, irónica. Vivía de lo que cosechaba en su quinta, de sus frutales, de sus gallinas y de alguna ayuda que siempre daban sus hijos, diez, sobrevivientes, trece con alguno que quedó en el camino, por mal de pobreza o lejura nomás.
-Haga campo m’ijo- decía y uno entendía que pedía permiso, y pasaba con los huevos recogidos en el gallinero o algún atillo de leña. Me gustaban sus manos, grandes, arrugadas, curtidas por los años de lavar ropa, carpir el suelo para sembrar o cocinar esas tortillas que aromaban toda la casa, pero eran suaves para mí, yo se las tomaba y las tenía entre las mías y era el paraíso , el éxtasis, todavía lo extraño.
Nosotros vivíamos en el pueblo, abajo, había que caminar dos kilómetros para llegar desde su casa y luego el regreso, subiendo, tenía 80 años y lo seguía haciendo, cada dos por tres aparecía. Fue en un cumpleaños mío, serían 7, 8 años, no lo sé. Sólo sé que llegó y después de desearme felicidades depositó en mi mano tres monedas de diez centavos diciéndome al oído:
–Es todo lo que pude conseguir.
Es el regalo que más recuerdo, el mejor de mi vida. Corrí y compré dos autitos de esos de cotillón y jugué toda la tarde con ellos, no sé que pasó con esos autitos pero el recuerdo es indeleble. Su ternura es imborrable.

martes, 5 de agosto de 2014

Recuerdos





Hay quien tiene recuerdos
De tiempos que no ha vivido
Hay quien lo sabe, lo intuye
Que algo le falta en su vida

Si tú sientes el recuerdo
Que te muerde, que te llama
No estás loco, ese recuerdo
Vientre de Madre reclama

Te lleva a falda de abuela
Te acerca brazos de hermanos
Junta tus lazos de sangre
Te devuelve buenos años

Son años que te robaron
Los que pensar no supieron
Y tampoco nos dejaron
Mucho menos lo quisieron

Aquellos para los que
Pensar era un gran pecado
Y pecaron al robarte
De aquel seno amado

Creyeron que les bastaba
Con separar ese lazo
Sin darse cuenta que el mismo
En su cuello se enroscaba

Si tú sientes el recuerdo
Que te muerde, que te llama
No estás loco, ese recuerdo
Vientre de Madre reclama

Solo debes animarte
A creer ese recuerdo
Acercarte. YA! A abuelas
Y recuperar tu sangre.