viernes, 8 de agosto de 2014

El mejor recuerdo

Tengo 57 años y cuando pienso en ella me veo niño, siempre niño. Así como siempre la vi como abuela. En estos tiempos de reencuentros de nietos con abuela me gustaría que todos los nietos tuvieran estos recuerdos.
La foto corresponde al cumpleaños 70 de ella y estamos en el patio de la casa con mis algunos de mis primos rodeándola.


La casa quedaba allá, justo cuando la loma comienza a pegar la vuelta, donde el viento sopla todo el día entrando por los resquicios de las ventanas y produciendo un ruido tan agudo que a veces se torna insoportable. En la cocina ella camina lento, gira y revuelve la olla que sobre la económica hierve, de pronto al abrir para agregar leña, una brasa salta y cae al piso y ella  sin dar tiempo a nada se agacha, toma entre sus dedos la brasa y con un movimiento veloz la regresa a su cuna dorada sin siquiera haberse coloreado sus dedos con el calor. Ella es TOMASA, mi abuela, cuando la conocí yo le llegaba al codo, partiendo desde su mano, pero yo no me acuerdo, lo que sí recuerdo es que siempre fue viejita, canosa, con mucho pelo, al que le hacía un rodete y lo sostenía maravillosamente sin que yo supiera como. Usaba “batones”, esos vestidos hasta la rodilla generalmente de colores oscuros. Tenía el rostro de abuela clásico, dulce, suave, siempre atenta a todo y con la respuesta rápida, precisa, irónica. Vivía de lo que cosechaba en su quinta, de sus frutales, de sus gallinas y de alguna ayuda que siempre daban sus hijos, diez, sobrevivientes, trece con alguno que quedó en el camino, por mal de pobreza o lejura nomás.
-Haga campo m’ijo- decía y uno entendía que pedía permiso, y pasaba con los huevos recogidos en el gallinero o algún atillo de leña. Me gustaban sus manos, grandes, arrugadas, curtidas por los años de lavar ropa, carpir el suelo para sembrar o cocinar esas tortillas que aromaban toda la casa, pero eran suaves para mí, yo se las tomaba y las tenía entre las mías y era el paraíso , el éxtasis, todavía lo extraño.
Nosotros vivíamos en el pueblo, abajo, había que caminar dos kilómetros para llegar desde su casa y luego el regreso, subiendo, tenía 80 años y lo seguía haciendo, cada dos por tres aparecía. Fue en un cumpleaños mío, serían 7, 8 años, no lo sé. Sólo sé que llegó y después de desearme felicidades depositó en mi mano tres monedas de diez centavos diciéndome al oído:
–Es todo lo que pude conseguir.
Es el regalo que más recuerdo, el mejor de mi vida. Corrí y compré dos autitos de esos de cotillón y jugué toda la tarde con ellos, no sé que pasó con esos autitos pero el recuerdo es indeleble. Su ternura es imborrable.

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