Yo no lo quería admitir, pero, ahora creo, ¡Bah!, me doy
cuenta que el flaco tenía razón. Desde siempre lo dijo y no sé como lo sabía
él, supongo que por pura observación, nomás. Nunca se casó y cuando le
preguntábamos decía
-No hay más que mirar el molde para decir que no.
No que el flaco fuera rarito, ni que no le interesaran
las minas, pero, se las rebuscaba de otra forma. Pasaba cada tanto por la
Ranchada en el Bajo y tenía ahí algunas minas que por dos mangos lo calmaban.
Alguna vez fui con él, no me gustaba mucho, porque él entraba y a lo sumo cinco
minutos después ya estaba afuera y entonces me llamaba, e insistía, una vez
hasta llegó a entrar a la pieza para apurarme, y a mí, ya que pagaba, por lo
menos me gustaba disfrutarlo un cacho.
Una vez, sólo una vez se enamoró. Era una peruanita
deliciosa, la verdad todos lo envidiábamos un poco, tenía esa piel aceitunada
que brilla reflejando el sol, el pelo largo, lacio y negro, unos faroles
marrones con brillitos impresionantes y de cuerpo, no, no que fuera una bestia.
Tenía lo justo, buenas tetas, como dos pomelos chicos o dos manzanas grandes,
buena cintura y el culo tal vez un poco grande pero muy bien formado y
armónico, eso, armónico, todo en ella armonizaba, hasta la forma de ser. Era
dulce y cariñosa con él y siempre amable y generosa con los amigos. Casi seis
meses dejé de verlo al flaco en esa época hasta que un día llegué al barcito de
la costa y lo vi acodado en la barra cabizbajo
-¿Qué pasa? Le pregunté
-Nada loco, miré el molde y
tuve que decir que no
-No te entiendo, ¿te peleaste
con la peruanita?
-No, no, pelearme no, pero sí
la dejé
-¿Por qué? ¿No estabas tan
enamorado? Era linda y se llevaban muy bien
-Sí, loco, sí. Pero vi el
molde
-¿Qué molde? ¿De qué hablas?
-La madre, loco, conocí a la
madre, ¿sabes lo que es? Un tanque, loco, 120kg por lo menos, las tetas le
llegan al pupo y cuando camina, mirándola de atrás me hizo acordar al
rinoceronte del zoológico, ¿viste?
-¿Y eso que tiene que ver?
-Así va a ser ella, ¿No entendes? El molde es
feo y gordo, dentro de diez o veinte años ella va a ser igual.
Y ahora, veinte años después me acordé del flaco y le
tuve que dar la razón. Me levanté a las tres de la mañana, con la boca seca,
caminé hasta la cocina, tratando de despertarme, ¿viste cuando vas como en una
nube, tambaleando y chocando contra los muebles? Bueno, así. Abrí la puerta y
ahí, ahí, de espaldas en la mesada estaba mi suegra, encorvada, con esa nariz
ganchuda y los pelos parados, sí, la que murió hace diez años, pero, estaba ahí,
sirviéndose un vaso de agua. Casi me desmayo, pegué un grito, ella se dio vuelta, me miró asustada también y
me preguntó
-¿Qué te pasa querido?
Y tuve que mentirle… a mi señora, tuve que
mentirle
-No, nada, querida, nada, me
asusté, creí que seguías en la cama
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